domingo, 16 de noviembre de 2008

Texto del Disco-Libro: De cuando niño

El campo
Cuando no tenía escuela me iba al Asiento con mis abuelos, o a la Breñaelmoro, con mi tía Carmina.
Mis abuelos tenían trece fanegas de tierra y una casa con un horno que nunca vi funcionar, frente a la entrada una cantarera y encima unas baldas con platos, un barquito de vela dentro de una botella y otras cosas; que según mi abuelo, solo servían para coger polvo. En la balda más alta posaban unos soldaditos azules con los que siempre quise jugar. A la derecha estaba la sala de mis abuelos, con un postigo que daba a la cuadra y la escalera que subía a la cámara. La parte alta de la casa estaba dividida en dos habitaciones con un par de catres y las trojes para el grano. La cocina estaba fuera; era pequeña, con el anafe y un lebrillo al fondo, una escarpia llena de cacharros y una ventanita que daba a la viña de la Flora y a la verea que servia de linde y llevaba al pozo.
La radio, aunque pequeña; presidía la casa, a mi abuelo le gustaba escuchar “el parte”, a mi abuela las novelas, “Lucecita” o “Simplemente María” y a mi tío “El tío y el sobrino”, donde en plan de guasa discutían sobre el Betis y el Sevilla. Todavía recuerdo la aguda sintonía de “el parte” y las noticias sobre “el Lute”. Las voces que narraban las novelas se entremezclaban con la música y los efectos de sonidos como el chirrido de una puerta o las pisadas de algún maligno personaje que se introducía en la historia.
La llegada de la televisión al campo -con baterías pesadísimas que duraban muy poco y que se escacharraban cada dos por tres- no consiguió quitarle el espacio a las emisoras de Radio Sevilla o Radio Nacional de España, se solía encender para ver algún partido de fútbol donde jugara el Betis y para ver lo que decía sobre el tiempo “el tío del lápiz”. En mi familia, casi todos éramos del Betis; menos mi madrina que por llevarle la contraria a mi padre y a mi tío, decía que era del Sevilla.
De los vecinos que teníamos en el Asiento, los que más echaban con nosotros eran los Bartolitos, ¡los hijos de Bartolo!, con el que más traté fue con Francisco, era muy aficionado a cazar pajaritos con la escopetilla de plomos, alguna mañana hacía un puesto con ramas a la vera del río entre las adelfas y esperábamos a que los pájaros vinieran a beber, seleccionaba al tipo de pájaros que debía disparar, mas que nada a los gorriones, a estos pájaros se les tenía manía porque se comían el grano. Un día, Francisco se fue a trabajar a Torremolinos y cuando volvió, cantaba constantemente:

“Me gusta el sol, me gusta el mar,
pero las niñas de Torremolinos
a mi me gustan más”.

Arriba de lo nuestro; al lado de la carretera, vivía la Flora, era una casa muy extraña para mí, por sus balcones y grandes ventanas. Abajo; cerca del rió, lindaba con el cortijo de Frasquito Rafael, que me parecía un rancho de las películas del oeste. Un poco más lejos estaba el cortijo de Las Morenas, era de los más grandes del pueblo, ¡con luz y teléfono! Fue allí donde hablé por primera vez por el aparato, me subieron en una caja para que pudiera alcanzar a oír la voz de mi padre que llamaba desde el extranjero. En las Morenas no segaban a mano: usaban unas máquinas amarillas muy raras a las que llamaban cosechadoras, estas iban y venían con una especie de noria delante que no paraba de girar, se tragaba el trigo y por detrás iba soltando una hilera de paja que otra máquina convertía en alpacas, cuando mi maestro explicaba el aparato digestivo de los rumiantes: siempre me acordaba de estas máquinas, a mí me parecían grandes vacas que; comían, rumiaban y luego soltaban la porquería. Los segaores comentaban que esos aparatos, con el tiempo les quitarían el trabajo.
A veces pasaba por allí la pareja de la guardia civil, con su capa, el tricornio y la escopeta colgada del hombro. El recovero, además de mercancía, traía noticias de un lado para otro y siempre se echaba un buen rato con él. Solían hablar mucho los recoveros y de vez en cuando traían productos nuevos, como los primeros botes redondos de cola-cao o los tarritos de pastillas de Okal u Octalidón para los dolores. Alguna vez pasaban las monjas a la hora de almorzar, por educación se les decía: “ande usté a come”, y las monjas en vez de desearnos buen provecho; se sentaban y se hartaban de comer, cuando terminaban, mi abuela les preparó algunas cosillas que metían en sus bolsos o talegas, se despedían muy amablemente y nos bendecían a todos.Por las mañanas me despertaba el murmullo en la era con el canto de los pájaros que se posaban en los grandes carlitos que estaban frente a la casa. Por la ventana entraba el olor del café que preparaba mi abuela en la estrebe, al lado de la choza del cisco y el carbón. El despertar que más me gustaba era cuando oía llegar a mi padre del pueblo, ya que él, no se quedaba a dormir en el campo, muchas veces venía acompañado de Francisco “el arriero perdío”; que le llamaban así, porque una noche llegó tarde a la cita que tenia con otros arrieros para ir por castañas a Ronda, se fue solo y se tiró todo el camino preguntando si habían visto pasar a unos arrieros, en el camino de vuelta, cuando le veían aparecer decían, ¡ahí viene El arriero perdío! Algunos apodos eran graciosos y ocurrentes. A la familia de mi padre le llamaban caramelo, al parecer porque a mi bisabuelo se le trababa la lengua y no pronunciaba bien su apellido. Casi toda la gente tenía apodos, en un pueblo no somos solo; Juan, Antonio o María, en un pueblo cuando no te reconocen, te preguntan: ¿niño; y tú de quien eres? Sabiamente se asocia al individuo con su familia, la tierra donde se crió o el apodo de su abuelo, porque somos el eslabón de una cadena, las piezas de un rompecabezas, un manojillo de esparto que forma parte de una empleita.
De mi abuelo, “PopaJuan”, decían que hablaba muy poco, pero conmigo tenia largas conversaciones, cuando íbamos con la burra a por agua al pozo me contaba historias y chascarrillos sin dejar de chupar una bellota seca que le quitaba la sed y mantenía húmeda su boca. Yo le preguntaba mucho por la guerra, pero sobre ese tema, a lo mucho, me decía que él no fue por que era mayor y que esas cosa hay que olvidarlas, “además tu eres muy chico para hablar de esas cosas, ¡carajo!”. Cuando se cabreaba siempre remataba las frases con esa muletilla, ¡carajo!
Me encantaba subirme en la rastra para barcinar, cargada de gavillas y haces de trigo recién segados, y sentir el sonido que producía al ser arrastrada por los mulos a través del rastrojo, camino de la era.
A mediodía me iba a jugar y a imaginarme historias debajo de los carlitos. Los mayores echaban una pequeña siesta. Después a merendar; café, pan con morcilla o pringá, gazpacho y un buen chorro de agua fresca del botijo para continuar con las tareas del campo. Cuando había poca faena nos íbamos a pescar al río colocando un canasto a contracorriente, algunos días; los menos, hasta nos bañábamos en una posa que se construyó con sacos llenos de arena que cortaban un poco la corriente del río, la posa se usaba para poder regar el huerto. El riego se hacia a la caída de la tarde; con un ruidoso motor de gasoil, que con frecuencia estaba averiado, se sacaba el agua del río para llevarla a través de los surcos a las tomateras, pimientos o berenjenas que estaban sembrados en el huerto. Mientras se regaba, se hacían comentarios sobre la dificultad para regar cuando no tenían motor o en los tiempos de sequía, lo gordo que eran los tomates el año pasado, aquella calabaza que peso tantos kilos. Yo escuchaba y observaba como las plantas se estiraban y se abrían las hojas que mostraban los frutos frescos y agradecidos por el agua que recibían, se recogían algunas verduras y nos subíamos a la casa. El único momento triste del día era cuando mi padre preparaba la talega para irse a Pruna; me iba a la esquina de la casa y observaba como se iba perdiendo por la verea arriba la figura de mi padre.
A veces dormía a raso tendiendo una sábana sobre la paja, al lado de la era, tardaba en coger el sueño oyendo las historias que me contaba mi tío Juan, que casi siempre estaba de cachondeo, cuando él se dormía sentía un poco de miedo, pero me tranquilizaba la compañía de la Chispa, que no paraba de dar vueltas de la casa a la era, la oía bajar al rastrojo, seguramente para ver como estaban los mulos, era una perrilla muy lista y yo estaba convencido de que la perra pensaba, igual me pasaba con la Golondrina, no el pájaro, sino la burra, que le pusieron ese nombre por lo negro que tenía el pelo. Mi tía Carmina vivía en la Breñaelmoro, con la familia de su marido; que les llamaban los del pastor, no porque fueran pastores, ¡que algunos lo eran!, sino porque la bisabuela de mi tío Antonio se llamó Pastora. El cortijo estaba en la falda de la Sierra del Seguro. Antes de llegar, había un acueducto abandonado que antiguamente llevaba el agua al pueblo. Apenas si me acuerdo de la casa, sin embargo, no se me olvida el olor de la grama y el mastranto de un arroyo que estaba un poco mas arriba de la casa y donde jugaba con mi primo Manolo y su prima Encarnita, también recuerdo una tarde que llegaron mis tíos muy contentos y empezaron a darme besos y a felicitarme porque tenia una nueva hermanita a la que iban a llamar Mari Cruz, porque nació el día de la fiesta de la Cruz de Mayo, al final le quitaron la cruz de encima y le pusieron Maria del Carmen. Con el nacimiento de mi hermana nos convertimos en familia numerosa y después de unos meses se presentó un fotógrafo en mi casa y nos hizo un retrato para el libro de familia. Una tarde nublada; con una mezcla de tristeza y alegría, abandonamos la Breñaelmoro, atravesamos varias sierras con los mulos cargados de enseres y un montón de gallinas amarradas, un niño chico en brazos o en un serón y algunos perros que de vez en cuando se entremetían en medio de las patas de las bestias. A mitad de camino se soltaron los pollos y estuvieron un buen rato correteándonos hasta cogerlos a todos. Lo que mejor recuerdo de aquella mudanza fue cuando llegamos a lo alto de un cerro con un inmenso y penetrante olor a romero, nos paramos, y mi tío Antonio con un garrote nos señaló, como si de la Tierra Prometida se tratara, el terreno y la casa donde íbamos a vivir, La Pitra... Bajamos desde el Romeral y llegamos al pilar donde nos hartamos de agua cortando el chorro con la palma de la mano ahuecada por temor a tragarnos las sanguijuelas. En la Pitra había muchos quebraeros, cuando llegamos había mucha agua, sobre todo en la alberca que abastecía al huerto y que a los pocos años se secó, aunque nunca faltó el agua de la Fuente Alta, El cortijo era grande, con dos corrales, una casa extrañamente distribuida, un pajar y el tinaó para las vacas. El comedor estaba a la entrada, en el hueco de la escalera había una fresca alacena que siempre olía a pan, la cocina estaba en medio y era un pasillo a donde daban todas las habitaciones, en invierno se usaba de comedor porque tenía la chimenea o una hornilla empotrada en la pared que a veces metía el humo en la casa. Era tan oscura y sin ventilación; que enseguida hicieron otra cocina en el corral y la unieron a la sala del comedor. Poco a poco se fue acondicionando la casa, una mañana llegó mi tía con las bestias cargadas de cuadros largos y verticales, con pinturas realistas de mujeres guapísimas, apoyadas en una baranda o en un coche descapotable. Además traía un montón de listones de plástico para colocarlos en la pared hasta media altura, unas cantaras nuevas para la leche y una lámpara de gas que sustituirían al quinqué y a los candiles.
Al lado del tinaó se amontonaban montañas de estiércol de las vacas donde acudían las gallinas a escarbotear buscando las cochinillas enterradas. Desde la Pitra se veía el Peñón de Algámitas, del que contaban que era un volcán apagado que cualquier día se volvía a encender. En frente estaba La Rábita, que a mi me parecía un fuerte abandonado, por su cielo pasaban los aviones, dejando atrás una ráfaga de humo como si fuesen lanzas de fuego lanzadas por un gigante.
Mi primo Manolo dejó muy pronto la escuela, desde muy pequeño se dedicaba a las tareas del campo y a cuidar las vacas, por las mañanas, después de ordeñar, aparejaba el mulo o la burra y llevaba la leche al pueblo, luego se quedaba en el colegio, pero pronto dejó los estudios y se dedicó al campo por entero. Durante un tiempo recibió clases de un profesor, de aquellos que iban por los campos enseñando las cuatro reglas. En el campo había poco tiempo para el juego, si acaso, cuando venía mi primo Antonio jugábamos al fútbol en la era de abajo o nos íbamos a poner costillas para los pajaritos. Todas las mañanas se sacaban las vacas a pastar y volvían al anochecer, llevábamos la talega con el jato para el almuerzo y comíamos donde se terciara; debajo de una encina si hacía calor o al lado de una candela si hacía frío. Siempre venía con nosotros el tío Tomas que era quien cuidaba del ganado, nos reíamos mucho con él y no paraba de discutir con mi primo, que le gustaba calentarlo con cualquier tontería. Muchos días me quedaba en la casa y le ayudaba a mi tía a criar a mi primo Antoñito o al Alonso, al que le costaba comer y le dábamos la leche migá cuando estaba dormido.
A veces iba a la Laguna y el Canchón a coger aceitunas (?) con mi tía Silbestra. Mi primo Antonio no paraba de jugar y se subía en los olivos para contarnos chistes, que según él, nos animaban a rebuscar mejor las aceitunas.





La escuela
En otoño, cuando íbamos hacia la escuela, pasábamos por la plaza para comprar una zamboa, que era como un membrillo, pero más arrugada y me imagino que más barata.
Con suerte, algún curso, estrenaba los zapatos bonanza y la cartera de material donde guardaba los libros olorosos. En septiembre me ilusionaba volver a la escuela, pero conforme avanzaba el curso iba perdiendo fuerza y ansiaba la llegada del verano. Mi cabeza no estaba donde debía, casi sin darme cuenta garabateaba la libreta o escribía principios de cuentos y letrillas que no llegaba a terminar porque “me distraía la charla del maestro”. Lo que no hacía nunca era copiarme, no porque estuviera mal, sino porque no me fiaba de lo que escribían los que estaban a mi lado. Un curso tuve que recuperar la asignatura de Social y Natural, pasé el verano con temor y remordimientos de conciencia por no haberle dicho a nadie que en septiembre me tenía que examinar, aunque lo que más me dolió, fue, no poder mostrar la ficha de las notas, que aparte del suspenso, contenía el resultado de las pruebas de Coeficiente Intelectual con la valoración de inteligencia superior, me parecía que no les iba a cuadrar con el suspenso. Mi paso por la escuela fue así, pasaba fácilmente de Deficiente a Notable, o al contrario. No fui ni de los listos, ni de los torpes, siempre hubo un espacio intermedio entre mi pupitre y la mesa del maestro, sólo una vez me senté en la primera fila, fue porque en un concurso de preguntas sobre cultura general; como los que echaban en la tele, saqué del apuro al equipo de mi clase en unas preguntas sobre religión.Los primeros cursos fueron con Don Eduardo Sánchez y a veces con Don José Zamudio. Don Eduardo nos insistía en la importancia que tenía nuestra tierra y sus tradiciones. De Don José se me quedó grabado la forma en que recitaba, mas que un maestro me parecía un poeta, leía de pié y se paseaba de un sitio para otro; elegante como un pavo real y con el libro en la mano, de su voz recuerdo un poema de Antonio Machado, “recuerdos de viaje”, y otro, creo que popular.
“Que más quieres carretero,
si tienes tres mulas tordas
y un caballo delantero.”

La señorita Ana Mari me inculcó la afición por los refranes y me mostró el valor de la paciencia. Un sábado por la mañana, de aquellos que se iba al colegio, llegué a clase alrededor de las doce, la profesora en vez de regañarme, me recibió con el refrán: “mas vale tarde que nunca”.
Había un maestro; “de cuyo nombre no quiero acordarme”, que antes de entrar a clase nos ponía en fila militar y con la mano alzada nos hacía cantar el “himno de España” o el “cara al sol” con la izada de la bandera. Este profesor se encargaba de vigilar y mantener el orden, observó que no cantaba y me hizo copiar cien veces el himno. Algunos profesores tenían fama de pegar coscorrones o palmetazos en las palmas de las manos. Aún recuerdo (sin rencor) el calor que dejaba la palmeta, y el dolor en los hombros cuando; arrodillado y con los brazos abiertos, sostenía durante un mal rato, unos cuantos libros en cada mano. Don Guillermo fue el maestro con el que más tiempo estuve, me gustaba mucho cuando nos daba historia, porque no siempre se regía por lo que venía en los libros, me fascinaba la figura de Colón; tanto que llegué a pintar en la pared, encima de mi cama, las tres carabelas. Nos llamaba mucho la atención su forma de hablar, su acento era diferente al nuestro, un día alguien le preguntó que porqué hablaba tan fino y él nos contó que era de Cuenca y que en cada lugar de España se hablaba diferente.
Poco antes de dejar mi pueblo llegó un nuevo maestro; Paco Gavilán… -No le he puesto el Don porque no recuerdo que le llamáramos Don Paco-, no sé si por su edad, porque era hijo del pueblo o por ser profesor de educación física, a lo que no estábamos acostumbrados. Era muy joven y fue como si anunciara que las cosas estaban cambiando, se presentó a nosotros en calzonas y dando saltos de calentamiento mientras le rebotaba en el pecho el silbato colgado del cuello.
Quizás por la altura, me eligieron para formar parte del equipo de baloncesto, con mucho esfuerzo, mi familia me compró las calzonas y una camiseta amarilla con los bordes negros. Las zapatillas no me las compraron y el día que nos enfrentamos al equipo de Carmona, tuve que jugar con zapatos, mucha gente se reía cuando me agachaba para abrocharme los cabetes, pero la verdad, no me sentía ridículo, más bien lo utilicé luego como pretexto por haber jugado mal. Las clases de religión me fascinaban, pero me pasaba igual que con historia; siempre le daba la vuelta y le buscaba diferentes significados a las explicaciones del maestro. Unos días antes de hacer la primera comunión, el cura nos explicaba que las personas éramos superiores a los animales porque pensábamos, levanté la mano y sin esperar a que me diera permiso le dije que eso no podía ser así, que mi abuelo tenía una burra que pensaba y si los animales no piensan ¿porqué los bautizan el día de San Antón?, el cura trataba de convencerme pero fue inútil, yo seguía opinando que Golondrina pensaba. Ese año, la comunión no se celebró de la forma habitual. Los niños; podían ir vestidos con pantalón y camisa, a ser posible celeste, y las niñas con un vestido claro, sin adornos, libritos, tarjetas ni fotos. Cuando terminamos en la iglesia, nos llevaron a todos al colegio para celebrarlo juntos, tomamos chocolate y algunos dulces y “ca mochuelo pa su olivo”.
Eran unos años difíciles, algunos días llevábamos un vaso al colegio para beber leche en polvo, que nos decían, mandaban de América.
Con la llegada del buen tiempo, venían los paseos por el campo, siempre eran por la tarde, salíamos en fila de la escuela y por la carretera Olvera nos dirigíamos a la era de Constanza. En el paseo se cantaba un repetido estribillo “vamos de paseo a la era de Tineo”, o alguna canción que estuviera de moda “maldita sea el tío calambre que dio su sangre por mi salud”, “porque María, a su novio Serafín no lo quería”




Los juegos y la calle
Los reyes magos venían cada año, poco más o menos, con lo mismo; una pistola de pasta con gomilla elástica que unía el gatillo y el percutor, alguna vez con cartuchera y una estrella de sheriff. Una Navidad trajeron los juegos reunidos Geiper, para toda la familia. Cuando mejor se portaron fue el año que mi madre tenia la tienda; Dionisio, el representante, le ofreció por la compra de unos artículos, una especie de Scalextric pequeño y que ni siquiera se podía desmontar, duró poco, hasta que se agotaron las pilas, otro regalo que me gustó mucho, y no era para mi, fue el que le hicieron al Francisco y al Cipriano de la María Castaño, ¡un libro de magia! Francisco se convertía en mago y los demás nos divertíamos, aunque no consiguiera sacar un conejo de la chistera. El que le sacaba provecho a los juguetes era mi primo Juan, si le regalaban un Cinexin, montaba un cine en su casa y cobraba a dos reales la entrada, con derecho a consumición, la bebida estaba hecha de agua y arazú muy bien molido, alquilaba los tebeos y montaba carreras de coches en la cámara, los coches eran sacos donde se sentaban los niños y mi primo u otros los arrastraban tirando de la cuerda que amarraba el saco.
Los zagales no manejábamos mucho dinero, al menos los niños con los que andaba. Una tarde jugando me extrañó el sonido metálico y asonajao que producía un niño al correr y que no era otra cosa que el movimiento de las monedas sueltas en el bolsillo de la trenca. Estaba acostumbrado a otros sonidos como el de las bolas de barro, las cajetitas, bellotas, cuerdas y un sinfín de cosas, pero rara vez se encontraron en mis bolsillos tantas monedas que sonaran igual a las de aquel niño.
Los juegos eran casi todos colectivos, las bolas, el escondite, el pilla-pilla, el burro... De los que más me gustaban era el che, este era un juego de invierno, parecido al teje o rayuela pero lanzando un hierro, generalmente una lima usada, que teníamos que clavar sobre unas casillas dibujadas en el barro. Otra manera de divertirnos era construyendo prendas con bolsas de pipas, juntábamos las bolsas vacías por los bordes, las apoyábamos sobre una piedra y las uníamos a base de golpes con otra piedra mas fina. Con este sistema nos hacíamos chalecos, bufandas, trajes de indio e incluso mantas, todo dependía de la imaginación y de las bolsas que encontráramos en la calle. El año que cambiaron el cableado de la luz fue muy prospero para los que nos dedicábamos a la confección, nos dimos cuenta que los obreros tiraban los plásticos que envolvían los cables, de repente nos vimos con un material estupendo, ya no necesitábamos piedras para unir y además pudimos hacer otras cosas: sogas para jugar a vaqueros, hondas, capas y hasta tiendas de indios.
Las niñas tenían otros juegos; se acompañaban de canciones o retahílas: cromos, corro, teje, comba, elásticos… Un juego que a mi me encantaba ver, era el de las cuerdas con las manos; creo que le llamaban la cuna o la cunita, era increíble la cantidad de figuras que hacían con una cuerda atada por las puntas y entrelazadas por los dedos y con la facilidad que se intercambiaban la cuerda sin romper las figuras.







Los aparatos y el cine
En el pueblo había pocos televisores, sólo los poseía la gente de dinero, varios bares y algunos emigrantes que la compraban con los ahorros que traían del extranjero. Los niños nos íbamos en los mediodías de verano, ancá la Silvestrita o ancá Diego y comprábamos alguna chuchería que nos daba derecho a ver la tele como si de un cine se tratara, hasta aplaudíamos cuando empezaba: Embrujada, Flipper, Bonanza o El Virginiano. Muchos domingos al anochecer, me iba a la casa de mi madrina para ver Viaje al fondo del mar. Mi padrino trajo de Alemania un televisor muy grande y un plástico dividido en cuatro o cinco tiras de colores que se pegaba a la pantalla y aparecían las imágenes en color, o en colores.
Un día me llevé una gran sorpresa al llegar a mi casa y encontrarme a Ledesma con un televisor en los brazos, mi padre decía que se lo llevara, mi madre que lo pusiera en la mesita debajo de la escalera, mi padre que no había dinero para el aparato y mi madre que tenía un dinerillo ahorrado. En fin, el televisor se quedó en la casa y empezó a formar parte de la familia, ¡la veía hasta el gato!, y nunca mejor dicho, pues teníamos un gatito que cada vez que escuchaba a Locomotoro se subía cerca de la tele y no apartaba la vista hasta que terminaban Los Chiripitiflauticos. Al gato le pusimos de nombre Barullo porque nos parecía que era el personaje del programa infantil que más le gustaba.
David Coperfield, Cumbres Borrascosas y El Conde de Montecristo, fueron las primeras telenovelas que recuerdo. Por la noche venían algunas vecinas a mi casa para ver el teatro de Estudio1, Crónicas de un Pueblo, Estudio Abierto o Galas del Sábado, con presentadores que siempre parecían estar de fiesta y que anunciaban las actuaciones de los artistas famosos que cantaban o nos hacían reír. A las ocho o las nueve; antes del Telediario, los dibujitos de la familia Telerín nos cantaban “vamos a la cama”, nunca le hacíamos caso y nos esperábamos para ver las películas extranjeras con uno o dos rombos que eran las que queríamos ver los niños: El Santo, Cannon, Ironside… Hay frases que se oían en la televisión de aquella época que todavía revoletean en mi memoria: “España es diferente”, “contamos contigo”, “un libro al año no hace daño, pero es costumbre más sana un libro cada semana”, “yooooo sigo”, de Felipito Takatún, o “La próxima semana hablaremos del gobierno”, con Tip y Coll. A mí me dio por imitar las voces de muchos personajes de la tele sobre todo la voz de Félix Rodríguez de la Fuente. Tampoco se me olvidan algunas secuencias: el ojo que miraba a través de una cerradura en Historias para no dormir, la cantante Karina bajando por las escaleras de un avión o los golpes que daba José Luís López Vázquez encerrado en La Cabina mientras se lo llevaban en una grúa, no se sabía donde.

A pesar de la importancia que tomó la televisión, la radio seguía funcionando, los adultos le daban más credibilidad a las noticias cuando las escuchaban por el transistor. Mi abuela se negaba a que entrara un televisor en su casa, ella seguía con su radio, escuchaba sus programas favoritos y todos los sábados apuntaba en una libreta los números del sorteo de la lotería nacional que eran radiados en directo. Al rato estaban allí sus vecinas para ver si tenían algún premio de las participaciones que días antes le compraron a mi abuela.

Muy de tarde en tarde iba al cine, algún domingo o disanto. En cada sesión se formaba el bullicio en las butacas; cuando El Zorro se colgaba de una lámpara, Tarzán gritaba colgado de las ramas de los árboles o el “muchachito” se daba la vuelta para disparar en un duelo. Cuando mas caldeado se ponía el ambiente era durante los largos cortes y sobre todo cuando el protagonista se disponía a besar a una de las pocas mujeres que salían en la película y de repente; ¡zas! el corte. En la parte alta del cine, donde se ponían las parejitas, empezaban a patalear que hasta temblaba el techo.
Las calurosas noches de verano, los niños jugábamos hasta altas horas de la madrugada. Los mayores estaban tomando el fresco en la puerta y contando historias o recordando tiempos pasados, por momentos bajaban la voz y la conversación se convertía en cuchicheo, otras veces rompían en carcajadas por algún chascarrillo o chiste del Bizco Pardá. Algunas noches nos íbamos al final de la calle los escalones, desde allí creo que se veía parte de la película que proyectaban en el cine de verano e incluso la podíamos oír, a rachas, dependiendo hacia donde soplara el viento.


La feria
Unos días antes de la feria nos solían comprar alguna ropa, no se me olvida con el cuidado que le quitaba los alfileritos a la camisa y los guardaba, junto al papel casi transparente que envolvía las prendas, en la caja de la costura de mi madre, el olor de las telas nuevas, la llegada del tergal y los pantalones largos, siempre largos.

En la víspera, los niños nos íbamos a ver montar los cacharritos, (los columpios, las escunitas, los coches choques, la ola, los caballitos, el carrusel, las volaoras,) las carteleras del cine que todos los años incluían una película de Manolo Escobar, la orquesta que preparaba su equipo de sonido para tocar en la caseta municipal de las escuelas viejas, el teatro de variedades que ponían en la charcona, el circo que venía todos los años y que en algunas ocasiones hacían un pasacalles con los animales y saltimbanquis, en una ocasión me acerqué tanto a una jaula, que un mono me arrancó de un manotazo los botones de la camisa verde y estampados de Casimir que días antes me hizo mi tía Rosarito.
El alumbrao eléctrico lo construían siempre de la misma forma, monótonas figuras con bombillas de colores que empezaban en la plaza San Antonio y acababan en la carretera. Al principio de la calle Calvario y calle Real montaban las primeras casetas de turrón y continuaban con los puestos de algodón de azúcar, papas fritas, chumbos, manzanas con caramelo o garrapiñadas. Nunca faltaba el rincón del retratista con el caballo de cartón y el sombrero cordobés, la tómbola, la churrería, las casetas de tiro, y una vez trajeron al hombre bala, ¡cuánto me impresionó el hombre bala! Parecía que nunca iba a salir del gigantesco cañón que instalaron frente al circo.

Al ser de día nos despertaba el toque de diana y los pasacalles que interpretaba la banda de música para anunciarnos el comienzo de la feria, me asomaba a la ventana de la cámara para ver a los músicos que siempre venían acompañados de algunos niños, un poco mas abajo de mi casa se cruzaban con un hombre que venía pregonando la venta de chumbos pelaos. Después de un flete y vestirme de limpio me bebía una taza de café migao o una tostá con aceite y cogía la puerta para irme al mercao o a ver las carreras de sacos, las carreras de bicicleta o el palo de la cucaña embilmao de grasa que clavaban frente a la iglesia.
A primeras horas de la mañana regaban las calles del real y terminaban de tensar los toldos a lo largo de todo el Plao, para que dieran sombra a las mañanas y resguardo a las frescas noches de últimos de agosto. El Casino, Los Valles y Ledesma, montaban los veladores, y los camareros con sus mandiles de anchos bolsillos y las bandejas redondas y plateadas esperaban la llegada de los feriantes que empezaban a bajar del mercao y de los concursos deportivos. El primer sueldo que tuve, recuerdo que fue fregando vasos en el bar de Currito durante un día de feria, cuando terminé; me dieron siete duros y me fui a los cacharritos más contento que unas pascuas.

La feria se montaba entre el Plao y la carretera, en todas partes se notaba que estábamos de fiesta. Las calles se convertían en un vaivén de saludos, se veían más coches que de costumbre y más bestias amarradas a las puertas, la gente del campo venía a pasar estos días al pueblo; además de algunos emigrantes del extranjero, Barcelona o de la misma provincia. Venía mi tía Frasquita de Alcalá del Valle; con las niñas, el Alonso y mi hermana Tere que se pasaba en Alcalá casi todo el verano. Juan, un primo de mi padre que vivía en Sevilla y vestía muy señorito, siempre que llegaba me daba un duro. Mi primo Juanito y mi tío Raimundo llegaban del extranjero con coches muy grandes y cargado de maletas, una vez recuerdo que trajeron un reloj con numeritos que se movían y unos anteojos con los que, decían, se veían las muchachas empelotas, otras veces traían una bicicleta e incluso un televisor. A veces también venía el tito Serafín y su mujer Ensaltación, que hacia muchos años fue la reina de la feria. Me referían que el tito Serafín (mi chaché, porque era hermano de mi abuela) tocaba muy bien el Laúd. Año tras año me quedaba esperando que se trajera el Laúd. La chacha Anita; de joven, también tocaba la guitarra, pero no pudo seguir aprendiendo porque en aquel entonces estaba muy mal visto que una mujer tocara la guitarra.
La casa de mi abuela, la Concepción Valle, era el punto de partida para irnos a la feria, fue durante muchos años parada y fonda de feriantes, artistas y de paisanos que vivían en el campo. Siempre esperaba a que llegara mi primo Manolo de la Pitra para irnos a tomarnos unas cervecitas con ensaladilla rusa y montarnos en algún cacharrito.
A primeros de mayo se celebraban las Fiestas de La Cruz, el día más importante era el de la romería que se celebraba en honor a la Purilimpia, casi todo el pueblo subía en procesión acompañando a la Virgen hasta la ermita que estaba en el Navazo. Unos iban a caballo, otros en carrozas y los más, andando. Un año subí en carroza, con mi hermana Concha y sus amigas, me dejaron ir con ellas porque les ayudé, en el corral de Morilla, a preparar las flores de papel, que adornaron una de las carrozas más bonitas que los primeros años de la romería subieron al Navazo.
Siempre había una fiesta o disanto que celebrar: La Navidad, San José, La Semana Santa, El Córpus Crísti, La Cruz y La Romería, La Feria, El día de la Virgen... e incluso la visita del Gobernador o algún Obispo que se paseaba por las calles bajo palio... En las fiestas menores se visitaban los bares y se daban paseos de ida y vuelta por la calle Real, eran los días en que los muchachos aprovechaban para arrimarse a las mocitas.
Los niños, también nos tomábamos nuestras copitas, en aquella época consumíamos alcohol sin darle importancia, por las mañanas un huevo batío con vino blanco o coñac, para desayunar el pan frito o la rebaná, empapá en agua con azúcar y vino blanco, y Kina San Clemente antes del almuerzo, “para abrir las ganas de comer”. Si estabas resfriado un vaso de leche caliente con coñac y a dormir.






Morón de la frontera
Los viajes mas largos que hice durante mi niñez fueron a Morón, del primero solo recuerdo que cruzábamos una calle; iba tarareando “el Porompompero”, nos encontramos con unos familiares y le dijeron a mi madre que yo tenia pinta de artista, ella se sintió muy alagada y les dijo que nada le haría mas ilusión que tener un hijo artista, desde ese día me creé el compromiso de dedicarme al arte, no se si por placer o por complacer los deseos de mi madre. Días después volví a Morón, era una mañana muy fría de un mes de enero, cogimos la empresa muy temprano y me llevaban junto a mi hermana para operarnos de la garganta. Recuerdo que iba tapado con una manta, por el frío y para que el cobrador no se diera cuenta que ya era mayorcito y que debía pagar el billete, el viaje se me hico muy largo sobre todo al pasar por el Espantasueños. Cuando llegamos fuimos a desayunar a un bar al lado de la plaza de abastos, me quedé sorprendido por el bullicio y la alegría que veía en la gente. Era un cinco de enero, lo recuerdo porque esa tarde pasó Don Ernesto, el medico que nos operó, por la fonda donde nos hospedamos, el médico convenció a mis padres, a regañadientes; para que nos dejara asomarnos a la ventana y ver la cabalgata de Reyes que pasaba por la calle del Ayuntamiento, fue la primera y única vez que vi los Reyes Magos.









La muerte, siempre presente
Cuando volvía del Asiento con mis abuelos y la golondrina, al pasar por la cuesta Elena, el pecho arriba me obligaba a mirar al cielo, observaba el movimiento de las nubes y escuchaba en mi interior una música hermosa y profunda, como la que oía al volver con mi tía Carmina de la Breñalmoro. En este lugar la música era mas oscura... estaba acompañada del canto de un cuco y surgía de un arrollo cubierto de zarzamoras. Alguien me dijo que eso era el canto de los muertos que nos acompaña en el camino. Pensaba en mi hermano, en mi tío Serafín, en mi abuelo Alonso… físicamente no estaban entre nosotros y no llegué a conocerlos, formaban parte de mi memoria, pues no paraban de hablar de ellos, en la casa de mi abuela estaba el retrato verdoso de mi abuelo vestido de militar y otro de mi tío Serafín con su elegante pañuelo en el cuello y muy bien peinado. Me contaba mi abuela que con poco más de un año solía llorar entonando una canción, "Di papá" y señalaba a la repisa donde estaba la radio, al parecer pretendía que la encendieran pero en aquel tiempo cuando estaban de luto no se podía escuchar la radio, tan solo, a veces, la ponían los hombre para escuchar el parte.La muerte estuvo muy presente en mi niñez. Los niños asistíamos a los velatorios con nuestros padres. Una noche fui solo con otros niños; fuimos a velar el cuerpo ausente de un amigo que se ahogó en un canal. En aquel entonces morían muchos niños pequeños, y los mayores morían de enfermedades muy comunes en la época; dundolor, depronto o dalgomalo. Me gustaba visitar las carpinterías, por el olor de las maderas y los trabajos que hacían los carpinteros, lo que no me gustaba y no podía entender era como estaban tan normales cuando preparaban los ataúdes, me preguntaba si valdría lo mismo el grande que el chico, y ¿porqué algunos no llevaban crucifijo?, ¿porqué unos muy lujosos y otros un simple cajón, a veces pequeños y pintados de blanco?
Casi todas las abuelas vestían de luto o con hábitos por alguna promesa secreta, que casi todo el pueblo conocía. Era muy frecuente ver a los hombres con un brazalete o una cinta negra cosida en el borde del bolsillo izquierdo de la camisa o la chaqueta y existían unos sobres con los bordes negros que se usaban para mandar las esquelas y los pésames por correo.
Los Santos; para los niños, era una fiesta. Las mujeres llevaban flores y velas al cementerio, nosotros jugábamos entre las tumbas y nichos y después de visitar a los nuestros, siempre nos íbamos a ver un corralón donde decían que echaban a los que se quitaban la vida y a los que no estaban bautizados. En esas fiestas y cuando se preveía una desgracia se encendían velitas o mariposas, eran trocitos de cartón redondos, hechos de barajas de cartas, atravesados por una torcía que se introducía en un recipiente con aceite, el cartón flotaba con la llama encendida dándole una luz tenue y misteriosa a la casa durante toda la noche.






La casa
Vivíamos en una casa muy pequeña de la calle La Cueva, al lado de la calle Los Escalones. No teníamos agua corriente y para beber y lavar la traíamos con cantaros de la fuente de la alameda. El patio era tan chico; que apenas si cabían dos personas, pegado al umbral estaba el caño con una rejilla para que no entraran las ratas, poco más recuerdo de aquella casa. La abandonamos una noche para trasladarnos a la calle Alta, esta si era una buena casa con su zaguán, dos salas, la cámara, cocina, patio, corral y la cuadra con el pajar y el postigo que daba a los corrales del polvero.



Mi padre
Una mañana, de mucho calor, salí de mi casa corriendo hacia el cruce, para esperar a mi padre que venía de Francia, desde que se marchó no sabíamos nada de él, hasta que un día, Emilio el cartero, nos trajo una carta donde se nos decía que sufrió un accidente en el trabajo y que estaba ingresado en un hospital, pero que pronto regresaría a España.
Me subí en el bardo de las escuelas viejas para verlo venir, como quien se pone a la vera de una meta para presenciar la llegada del primero. Un coche se paró frente a mí, me acerqué a la par que se bajaba el cristal de la ventanilla trasera; metí la cabeza en el coche para recibir el abrazo de un hombre con unas gafas negras, rotundamente negras, de plástico opaco y sin cristal ninguno que le cubrían los ojos como las gafas de los nadadores. En uno de los lados tenían una ruedecilla que al girarla, le permitía ver por un pequeño boquetito.
Mi padre trabajaba en el campo, no tenía bestias y durante mucho tiempo iba y venía en una bicicleta muy grande y muy negra. Lo mismo hacía un horno de cisco o carbón, que se colocaba el traje para castrar colmenas. Su especialidad era la limpieza de los olivos, -olivicultura, creo que ponía en el diploma que estaba colgado en la sala-. El trabajo que más admiraba de mi padre era la construcción de los pajares; los hacía de vallunque que segaban en zonas húmedas como Pontanilla, se cargaban en las angarillas de los mulos y se transportaban hasta la era, cuando la paja estaba recogida se labraba con la bierga, se amontonaba y se emparejaba con cañas para cubrirlas con el vallunque (carrizos, juncia, juncos…) y chupones de olivo con los que iban formando cadenetas hasta llegar a todo lo alto donde se remataba con la ayuda de dos escaleras amarradas.



Mi madre
Mi madre era muy emprendedora; alguna gente pensaba que estaba un poco loca porque hacia cosas muy raras; tan raras como alquilar una casa muy grande en la calle Calvario y abrir una guardería, ¡por Dios, una guardería! Y por si fuera poco, por las tardes permanencias con Francisco el Chivo que según decían era mas listo que un maestro.
Una Noche Vieja hasta montaron mis hermanas y sus amigas un guateque en la guardería, con tocadiscos y todo, yo escuchaba la música desde la puerta y me hacia mucha gracia como al terminar algunas canciones se repetía una cantinela “estas como nunca… fundador”, “redondo es el disco sorpresa de fundador...”. Los discos eran de Juan Portales y de Paco el del casino, que eran los novios de mi hermana Antonia y de mi prima Reme.
También montó una tienda, sin una perra gorda y con la ayuda de Dionisio y algún representante que le llenó de artículos todas las estanterías que días antes le habían comprado mis padres al Pompo cuando cerró la tienda para irse a Barcelona. El negocio funcionaba muy bien, hasta que mucha gente se acostumbró a llevarse fiao, sobre todo cuando se iban de temporá, a las aceitunas o el algodón. Cuando volvían deporahí, unos pagaban como podían y otros... A continuación puso una churrería, mi madre estaba muy orgullosa porque hasta el alcalde mandaba a que le compraran los tejeringos.
Mi padre era muy reacio a las novedades y en principio no apoyaba las ideas de mi madre, se ponía unos días serio y al final terminaba colaborando en los proyectos.


La música
La radio; aparte de la orquesta de la feria, era el único medio para oír la música que se hacía al principio de los años 60. En el pueblo teníamos los cantes de trilla, las canciones de las muchachas en carnaval, la banda de música en Semana Santa, los romances antiguos que cantaban; mi madre, la María Castaño o mi hermana Antonia, y las permanentes nanas al compás de la mecedora o el vaivén de las sillas de anea. Las primeras prácticas musicales que tuve fueron tocando los pitos de cascabullo de melocotón, raspados en el suelo, y una lata de gasolina para espantar los gorriones en un sembrao de mirasoles, era muy divertido hacer de espantapájaros sonoro y me permitía pasar buenos ratos cantando y dando golpes a un improvisado tambor. Comencé a jugar con una guitarra que le regalaron a mi primo Antonio y estudié solfeo y el clarinete con la banda de música que formó el cura Don Antonio a principio de los setenta, soñaba con tocar en la banda, pero el destino me llevó, igual que a tantos andaluces a emigrar a la costa.





Las letras
Yo tenía mucha prisa por aprender a leer, casi todos los días me iba ancá la María Castaño para mirar el periódico que traía José, creo que del casino y posiblemente del día anterior.
Lo primero que leí fue un librito de mi primo Manolo, durante meses ojeaba las imágenes de un par de ratones que subían a un helicóptero, de sus bocas salían unas flechas que se abrían hacia un espacio donde se juntaban un montón de palabras que no entendía.
Mi primo, que era un poco mayor que yo, sabía leer y poco a poco me enseño a descifrar aquellos signos que tanto deseaba conocer.
Sobre todo quería entender lo que escribía mi madre en papeles que guardaba debajo de la enaguaestufa, como invitándote a leerlo, a veces eran poesías:

“En mi pueblo hay una iglesia
y mas abajo un castillo,
en el castillo una fuente,
le llaman el pilarillo,
donde iban de paseo
los mozos y las mocitas
y de paso se traían
a la casa agua fresquita.
Al llegar la primavera
salían toas las mujeres
a blanquear su fachá,
con su caña y su pincel
y su cubito de cal.
Pero que bonito es
pero que bonito era,
con sus ventanas de hierro
y sus puertas de madera.”

Otras veces escribía cosas que no llegaba a comprender, muchos escritos narraban sucesos que ocurrían en el pueblo o pensamientos profundos sobre la vida y la muerte que a veces me sobrecogían.

Al poco tiempo empecé a leer el TBO y los tebeos: Mortadelo y filemón, El guerrero del antifaz, El capitán Trueno o el Jabato. No los compraba: cuando me mandaba mi tío Pepe a cambiarle las novelitas del oeste de Estefanía, al quiosco de Adolfo, aprovechaba y cambiaba una novelita por un tebeo, lo mismo hacía cuando cambiaba las novelitas de amor o las fotonovelas. No les engañaba porque al siguiente cambio les llevaba uno de más, (si Adolfo me permitía el trueque.)

No sé si por imitación o por necesidad cogí la misma manía que mi madre y de vez en cuando escribía canciones, cuentos o frases absurdas y sin sentido pero que para mi tenían algún significado o cometido, por ejemplo cuando andaba solo de noche, para quitarme el miedo repetía una y otra vez, “lo juro por mi tío Carburo, que cinco peseta es un duro.” “Lo mismo tiene, lo mismo da, la burra del tío Nicasio que la del tío Nicolás.” Lo que más me gustaba era escribir alrevés, pero no con las letras, sino con las sílabas; dibujos animados: dosmania josbudi. También deletreaba entremetiéndole a cada letra un “la” antes de cada silaba;
la r la a la d la i y la o,

Me parecía muy divertido escuchar a mi hermana Concha hablar con sus amigas, silabeaban las palabras intercalándolas con la “ti”, cuando se dieron cuenta que las entendía me dijeron;
ti Ju ti an, ti ve ti te ti a ti la ti mi ti er ti da.




El emigrante
El día antes de salir de mi pueblo, me llamó Don Guillermo para darme una foto del curso anterior y que no pude comprar, no era la típica fotografía del colegio, en esta, en vez del globo terráqueo sobre la mesa, sostenía un libro bajo el brazo.
Salí del colegio y me tendí en la yerba; con la foto, los libros y cuatro cosas más, sabía que ese momento iba a quedar grabado en mí. Los olores, ese cielo, los gritos de los compañeros jugando en la escuela, el azul radiante que se colaba entre las hojas de las moreras que perfilaban el paseo y el cruce de carreteras que daba entrada y salida al pueblo.

Tendido en ese paisaje, imaginaba los hoteles de los que tanto se hablaba; los pisos, la playa… Anhelaba el porvenir, con el mismo entusiasmo que los gusanos de seda esperan las hojas de las moreras, como un pájaro que abandona su nido y emprende el primer vuelo; temeroso, ilusionado, como se van las golondrinas después del verano.
Por la mañana temprano paró la furgoneta de Currito al lado de mi casa y empezamos a llenarla con un par de maletas, enseres de cocina, ropa metida en sábanas amarradas con nudos, cuatro sillas y algunos bultos y avíos para el viaje.

Cuando terminamos de cargar, nos despedimos de los familiares y vecinos, con alguna lágrima y el fuerte llanto de mi hermana Tere, subimos y tras amoldarnos lo mejor posible, Currito arrancó la furgoneta y emprendimos el largísimo viaje hacia Torremolinos, miré hacia atrás y vi por última vez mi calle empedrada, al fondo gente manoteando y a mi primo Antonio corriendo y gritando tras la furgoneta.





Retazos de cuando niño
No podría catalogar mis recuerdos en tal o cual año, es como si hubiese ocurrido todo en un mismo instante, de manera intermitente o impertinente, vuelven a mi memoria en formas y sentidos diferentes...

...El olor a matalahúga; al pasar por la destilería. El olor del carro de los helados en las tardes de verano, las tortas de Cubero que traía recién hechas Anita la Quera. Los molletes en el canasto de Mercedes la Batata. El primer cigarro en el silo un día de San José. El olor y el repiqueteo que daba en la lengua los puros de anea. Las calles baldeadas con las manos de las mujeres o muchachas al atardecer. El encendido de la copa con el soplo de un trozo de cartón. El café de mi abuela; con su poquito de aguardiente. Las primeras lluvias después del verano. Las aceitunas aliñadas en la matanza: La calle Real el día del Córpus Crísti. El olor de los bares y tabernas cuando iba a recoger las cajetitas. Los colchones de paja y los colchones de lana, los granos de la troje y los picares de las jabas. La barbería de Tobales, con el olor a colonia y el pequeño anafe siempre encendido para calentar en una palanganita el agua para afeitar con la navaja. El taller del espartero o el talabartero. Los tejeringos recién hechos en la calle. El alcohol quemado con un misto en una cajita de acero, larga y estrecha donde Pepito el practicante metía las agujas de las jeringas para desinfectarlas. La alhucema quemada en la copa o metida en los cajones con la ropa de los niños chicos...




Las palabras, escritas como las oía de cuando niño.
(No he pretendido hacer una recopilación con los vocablos del habla andaluz, simplemente esparramo un puñao de las palabras, alguna en desuso, que revoletean por mi memoria, y que fueron las que configuraron mi vocabulario.)
abarruntar achancar achicharrao ajai alacena alberca alcayata alcancija alcanfil alfajor alhucema allábajota allárribota alcuza almena almirez almud alpargata alpiste alpumpum alúa anafe ancá andancia angarillas antié apamplao apañar aparejo apartar arazú arre arrecío arreguinchar arringao arroba arrope ascape ascua atácate avenate aventá avío badila baldear bamba bambo barbecho barbería barcina bardo barreño batata bellota bicha bierga bolo boquete botica brisca búcaro bulla cabete cabresto cacharritos cajetitas cámara campota candil cántaro cantimplora carajo carburo carnemembrillo cartucho carrendilla cascabullo catre caucar cencerro cendajo cerniera chacha chaché chamarreta chamosquina chaparro chascarrillo chasco che chele chicharrón chinche chisme chitón chivata chupasangre chupón churrete cigarrillo cigarrón cinojo cisco colicoza collera comba cónchile conde condiós copa corral corrincheo cortezón cosco coscorrón costilla criba cuartilla cuca cuchicheo culibrina curiana dalgomalo dejacaé deporahí desaliñao desbarajuste despensa depronto destajo disanto dulcería dundolo embarbascao embilmao empalagoso empelota empernacar empicar empleita empresa enaguaestufa encalijo enclenque encogío encorajao encoriche encuantito enebrar ennenante ensaltar era escacharrao escamondar escardillo escarpia escobarrama escuchimizao escunitas escupiéra escuzao esmorecío espacha espantapájaro espartero esparto espaviento espeluco espinfarrao esportón espuerta espulgar esquela estrebe estampita estufa fachá faena fanega fantasmón faratar fiambrera flete frastero fresco gacha gavilla guasa guita hornazo hornilla hule jáquima jarapo jarriero jartá jartible jato jical jocino jofifa jorquilla júrrio latero lebrillo lechuzo legona linde liria machacandero majaito majuana mamarracho mandil manijero manopla mantear manzanilla mascá matalahúga menosmal micho migajón minuencia mirasol misto mocitoviejo mochuelo mosto muchachito nativitate nia olla omá onza opá pajarraco palangana palmeta palomita pamplina panzá peñascazo papú parva pechá pellejón pelliza percoío perdigón pero perrengue pespunte pestiño pestillo piara pilistra pita polo pollete polmor porquero postigo pretendiente pringá puntilla purilimpia quebraero quejigo quillo quinqué ramonéo rancioso rastra rastrojo rebaná reconcomia recovero regajo reinar relente remiendo repeluco retajila retama ristra roete romana roña rucho ruilla sabia sajar saltalajié santiamén secano serón siriana só soberao solano suerte tabarro taberna tableta tagardina tahona talabartero talego tebeo teje tejemaneje tejeringo telera terrón tinaó tirigote tomiza torcía tranca transistor trapicheo trasponer trepar tresantié trilla troje tronchar tufo uno unpone vallunque varear verea veta víspera yunta zaborío zagal zajona zamboa zancajo zancocho zarpajazo zarapando zarcillo zauldina zocato zurcir






Canciones del Disco

Tema 7. Bailando encima una rastra

Bailando encima una rastra
sueña con ser bailaó,
con el canto de los grillos
y al compás de un escobón.

Señala al claro cielo
con una escoba de rama,
y juega con las estrellas
escondías tras las retamas.

El niño baila que baila,
que sueña ser bailaó,
la luna y las estrellas
iluminan su ilusión.
Iluminan su ilusión,
y el niño juega que juega,
y en lo alto de una rastra
sueña con ser bailaó.


Tema 8. Al castillo en carnaval

Las mocitas hacen un coro
por las mañanas de carnaval,
van meciendo las ilusiones
y van cantando toas a compás.

Cantaritos que van y vienen
que no se rompan al mantearlos,
que mira que si rompen
tú ya no encuentras novio este año.

Que vámonos pal castillo,
que vámonos, vamos ya,
subiremos a la almena,
que pa eso es carnaval.

Que vámonos pal castillo,
que vámonos, vamos ya,
que si este año no lo encuentro
al otro ya Dios dirá.


Tema 9. Raíces
José Antonio Pascual

Pruneño tú que recuerdas, tu pueblo banco de cal.
Tu pueblo blanco de cal, pruneño, tú que recuerdas,
tu pueblo blanco de cal, pruneño tú que recuerdas,
tu pueblo blanco de cal.
Tu pueblo blanco de cal, que la distancia te pesa,
no lo puedes aguantar, que la distancia te pesa
no lo puedes aguantar.
Desde aquí te recordamos, tú que estas lejos de aquí,
tal vez sientas soledad, tal vez te ahogue el recuerdo,
y no lo puedas aguantar.

Viejas calles de balcones, de vieja reja forjá.
De vieja reja forjá, viejas calles de balcones,
de vieja reja forjá, viejas calles de balcones,
de vieja reja forjá.
De vieja reja forjá y con pena se recuerda,
lo que se deja detrás, y con pena se recuerda,
lo que se deja detrás. ESTRIBILLO



Sé que a veces tú quisieras, romper con todo y volver.
Romper con todo y volver, sé que a veces tú quisieras,
romper con todo y volver, sé que a veces tú quisieras
romper con todo y volver.
Romper con todo y volver, porque tu gente está aquí,
la que te vio de nacer, porque tu gente está aquí,
la que te vio de nacer. ESTRIBILLO

Negra sombra de un castillo, tejaos color de tierra.
Tejaos color de tierra, negra sombra de un castillo,
tejaos color de tierra, negra sombra de un castillo,
tejaos color de tierra.
Tejaos color de tierra y es que donde se ha nacío,
siempre consigo se lleva, y es que donde se ha nacío,
siempre consigo se lleva. ESTRIBILLO







De cuando niño
©Juan Gamero, 2008
www.juangamero.com


















2 comentarios:

Gárgola dijo...

Acabo de llegar y empezar a leerte. Aún no lo he podido acabar, por los avatares del tiempo, pero lo que ya he leído me gusta y disfruto con ello. ¿Se puede pedir más a la literatura? creo que no... Volveré a este tiempo... de cuando eras niño!
Un abrazo

Agustín López dijo...

Amigo Juan, en la presentación te felicite no solo por tu forma de interpretar la música, también porque la puesta en escena fue genial, tan simple y también montada, escenario, los tiempos.....le pusiste y lo conseguiste mucha calor y humanidad. Del libro solo leí unas líneas, pero promete...
Espero tener la ocasión de tomar café....Suerte amigo.